Eduardo Bautista
 
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Cambio de planes
Cambio de planes


6:58 p.m. - Debajo del puente

   Se suponía que Bernardo concluiría temprano sus clases de aquel día, 8 de agosto, a las 6:40, y saldría de la prepa unos cuantos minutos después. Se dirigiría inmediatamente a su hogar y pensaba que arribaría a su hogar, a más tardar, a las siete, pues no vivía muy lejos. Sin embargo, las imprevistas inclemencias del tiempo (llegaron sin previo aviso, ni siquiera cayeron las débiles y primerizas gotas de agua, de esas que mojan pero no empapan) se presentaron con un súbito y espectacular aguacero que pronto dio paso a auténticas ráfagas de agua gélida que se sucedían una tras otra en grandes cantidades, y no le permitieron llevar a cabo sus planes como él los había previsto.
   La lluvia, lejos de menguar, ganaba cada vez más intensidad. Los charcos de agua sucia, producto del atascamiento de las cloacas en mal estado de la ciudad, provocaron, entre otras cosas, un verdadero caos vial en muchas avenidas importantes, así como en las principales arterias de la capital. En las calles, los limpiaparabrisas de los automóviles apenas si podían ofrecer al conductor unos pocos instantes de vista despejada antes de que la lluvia volviera a empañar los vidrios, si cabe, con más rapidez. No habían personas en la acera, como cabría esperar en tales circunstancias; no obstante, incluso quienes diariamente solían estar a la intemperie, personas como vendedores ambulantes, obreros o policías de tránsito dejaban a un lado sus labores habituales y se apresuraban a buscar refugio. Entonces, antes de que alguien se diera plena cuenta de ello, los parques, laas aceras, las canchas deportivas y demás espacios recreativos al aire libre quedaron completamente desiertos.
   Mientras tanto Bernardo se guarecía de la lluvia bajo un puente vehicular, ya que ésta lo agarró desprevenido y además era uno de los pocos lugares en los que la gente no se le había ocurrido refugiarse, debido quizá a que algunas de las farolas debajo del puente estaban descompuestas y otras parpadeaban de manera intermitente, a los altos setos y a los rígidos helechos que se hallaban alrededor y que, aunado a la espesa niebla, consecuencia natural del clima, daban al entorno cierto aire de tenebrismo. Con todo, se quedó ahí, sentado en un banquillo de concreto, mirando los inmóviles columpios, los balancines y las resbaladillas de acero. "¡Que suerte que, en el último instante me decidí a llevarme la sudadera!", pensó. Con la capucha roja levantada y las manos en los bolsillos, se dispuso a esperar a que bajara la intensidad del aguacero, que de seguir así, mas bien merecería la denominación de tormenta. Y no estaba ya muy lejos de serlo, ya que, precisamente en ese momento, un impresionante relampago surcó los cielos, seguido de cerca del eterno y poderoso eco del trueno, el cual hizo que Bernardo se estremeciera involuntariamente y dejara caer al suelo el sólido tabique de plástico que era su celular. Lo había sacado para ver la hora sólo para descubrir que no tenía señal, como era de suponerse, e indicaba que eran las 6:45. Lo levantó y no había acabado de alzar la cabeza y la mirada cuando, en la bruma, alcanzo a distinguir la borrosa silueta de una muchedumbre enardecida. Ésta se desvaneció enseguida con el destello enceguecedor de otro rayo; no sabía si aquello que había visto hubiera sido producto de la neblina. No se le ocurría otra explicación. No sabía siquiera si estaba del todo seguro de haberlo visto.
   Una nube se escondió en secreto en el prematuramente oscuro firmamento. El sol ya se había tornado frío e incluso quedaba oculto por la densa cortina de niebla y nubosidad en el cielo. Bernardo no alcanzaba ya a diferenciar un extremo de la avenida del otro y la tormenta seguía su curso sin alterarse. Sacó de nuevo su móvil del bolsillo de su sudadera y miro la hora. La espera, que para él había sido tan larga y angustiosa, en realidad no superaba el cuarto de hora desde su consulta anterior, ya que según su celular eran las 6:58 de la tarde. "¡Carajo! Ha pasado tan poco tiempo que a lo mejor voy a tener que esperar más de lo que pensaba y llegaré más tarde a mi casa. Creo que, para que la espera no sea tan aburrida, mejor me pongo a jugar un rato", resolvió. Y buscó en su morral marrón y sacó su portátil, una Nintendo DS. Apenas si alcanzó a abrirlo cuando, en la soledad del puente, se escuchó un fuerte ruido seco, como si hubieran dejado caer un peso al suelo desde lo alto. Bernardo, logicamente, se sobresaltó y, alarmado, investigó el origen del ruido. Se había levantado del banquillo y había dado unos cuantos pasos cuando lo vió. Se quedó estupefacto. Y después de todo, "¿se necesitaba ser un Sherlock Holmes para deducir la causa del ruido?", se dijo. Sin embargo, su sorpresa inicial no fue nada comparada con la pavorosa sensación que sintió al ver cómo el bulto, a pesar de la caída, se incorporaba lentamente mientras se llevaba las manos a la cabeza.

6:58 p.m. - Al pie del puente

   Sobre un puente bastante alto, un hombre se asoma al borde de la barandilla y extiende sus brazos. Ahí él se queda quieto y aún parece titubear. Aquí abajo las personas comienzan a juntarse. Y las gotas de lluvia empiezan a caer del cielo.
   Yo no voy a perdérmelo. Quiero verlo más de cerca. Estaré en primera fila. Quiero ver algo fuera de lo común. Quiero ver sangre. Quiero ver sus entrañas esparcidas en el suelo.
    El hombre quiere bajarse del puente. La multitud, silenciosa, comienza a tenerle odio. Lo desprecian por su inocencia, por su estupidez, por su cobardía. Entonces forman una densa masa humana a ambos lados del puente y no lo dejan bajarse. Ellos también quieren ver algo fuera de lo normal. Un espectáculo, una ejecución, una muerte, un suicidio. Como en los viejos tiempos. Y aunque no lo digan o siquiera lo admitan, ellos quieren ver sus entrañas esparcidas en el suelo.
    Así que él vuelve a trepar por encima de la barandilla, mientras se aferra con sus manos a los barrotes. La muchedumbre lo incordia, rabiosa. Y gritan, enardecidos:
   -¡Salta!
   No sé por qué me provoca tanto odio y a la vez lástima aquel hombre en el puente. Lo único cierto aquí es que quiero que salte. No sé por qué, pero quiero que salte. Entonces le grito con todas mis fuerzas:
    -¡Salta para mí! ¡Salta hacia la luz! ¡¡Salta!!
   El hombre ahora empieza a llorar. Es evidente que no sabe qué hacer. Tal parece que sus ganas se han esfumado. ¿Querrá vivir? ¿Querrá morir? El pobre hombre ya no sabe ni que es lo que quiere. Eso debe ser vergonzoso. ¡Ya lo creo! No puede quedarse ahí por siempre, esperando que alguien más tome una decisión que le corresponde realizar a él y únicamente a él. Los otros sólo quieren ver sus entrañas esparcidas en el suelo. Quieren muerte; un espectáculo digno de lo que acostumbran ver en la televisión, tratando de compensar lo aburridas y desgraciadas que son sus vidas con el sufrimiento de los demás. Quieren muerte pero no quieren morir. ¿Acaso se puede superar tal límite, tan paradójico, de imbecilidad? 
   Ahora que lo pienso, creo que el hombre me suscita más lástima que odio. Quiero ayudarlo a salir de su complicada situación sin darle la satisfacción a esos infelices de obtener lo que desean. Una tarea imposible a todas luces. ¿Cómo ayudarlo? No lo sé. Y ellos gritan cada vez más fuerte:
   -¡¡Salta!!
   He tomado una decisión. Me subo al puente furtivamente, por la escalera de emergencia que hay en uno de los pilares. Me coloco a espaldas del hombre y lo espero por detrás. Sin duda la muerte será lo mejor para él. Lamento tener que hacerlo así, pero con ella lo liberaré de la enorme presión que le conlleva la elección. Lo redimiré de su vergüenza. Sí.
   Y le grito, mientras extiendo mis manos hacia él...

6:58 p.m. - En el puente

   Era un día soleado y con algunas nubes en el cielo azul. No sé si las nubes tendrán la capacidad de soportar el peso de las personas. Me pregunto que pasará si algún día me tirase de un avión hacia las nubes...
   Hoy he venido a observar el sol. Uno, dos, tres... Es la estrella más brillante de todas. Cuatro, cinco, seis... Y del cielo nunca caerá. Siete, ocho, nueve... Quiero ver de cerca su radiante belleza. Con ese fin subo las escaleras de un puente, en este caluroso día de agosto, y, apoyando mis manos en el borde, contemplo el ancho firmamento. No puedo describir su hermosura. Nadie podría hacerlo. Simplemente es la estrella más brillante de todas.
   El tiempo pasa y yo me pierdo. Divago sin rumbo fijo; mis pensamientos tienen, desde que puedo recordarlo, el carácter mismo de las mariposas revoloteando alegremente en un prado verde. Pienso y pienso y los segundos corren sin cesar, como las hormigas en la tierra. No sé cuanto tiempo me quedé ahí, absorto, y de repente, sin saber por qué siento la necesidad de extender mis brazos, abrirlos al máximo para abrazar al astro rey. Sé que uno no debe acercarse demasiado al sol. Puede enceguecerte, puede quemarte. Sin embargo, ahora el sol parece gris, opaco y débil; ha perdido gran parte de su calor. ¿Que le ha ocurrido al sol?
   Súbitamente veo gentes que se arremolinan en torno al puente. ¿Que habrá pasado? ¿Habrá muerto alguien? Lo ignoro, pero veo que, en lugar de ver en sus rostros semblantes tristes y acongojados, sus caras aparecen desfiguradas por el enfado, las ansias y la ira. ¿Por qué estarán tan enojados? 
   ¿Por qué quieren que salte? ¿Qué he hecho? Siento las lágrimas de los "niños viejos" correr por mis mejillas. El cielo llora y yo no sé que hacer; nunca he querido contrariar a nadie, pero tampoco he tenido intenciones de suicidarme, tal como seguramente ellos creen que quería hacer. Yo sólo quería ver el paisaje. Y miro el cielo vespertino. El sol esta a punto de irse y yo no sé que hacer.
   Una nube se esconde en secreto. Debo hacer algo antes de que el sol se enfríe por completo. Pero miles de soles arden sólo por mi. No sé que hacer.
   De pronto siento que un par de manos hacen contacto con mi espalda con mucha fuerza. No puedo hacer nada para evitar la caída. Antes de llegar al suelo alzo rápidamente la vista y quiero ver el sol por última vez. Pero el sol ahora esta frío... 
 


Eduardo Bautista  
  Escritor
26 de Diciembre 1996
 
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