Eduardo Bautista
 
  Pagina principal
  A los "buenos mexicanos" (soneto)
  Al anochecer
  Cambio de planes
  Continuidad de los parques
  Desaparecidos
  Despertando
  El hospital de la locura (Parte 1)
  El otro
  El pozo y el pendulo
  Estrella eterna (soneto)
  Las criaturas pesadilla
  No fue tan difícil
  Saludo del cazador
  Sanatorio
  Silueta en la oscuridad
  Un viaje en metro...
  Contacto
  Galería
  Encuestas
Desaparecidos

Desaparecidos 

    ¡Mierda! ¡¿De dónde había salido eso?! ¿Qué diablos era, lo que fuera que sea? ¿Acaso de verdad lo vi? Son bastantes preguntas, en mi opinión. Sin embargo, me daré tiempo para responderme a mí mismo tan solo una de ellas, y eso debido a que cuando uno va conduciendo a altas horas de la noche a ciento diez por hora, en una carretera estrecha y no usada con asiduidad, no es muy inteligente distraerse: ¿Qué diablos era? Sonara estúpida la respuesta pero es lo que creo y no hay vuelta de hoja: no lo sé. Es curioso, pero a veces, cuando alguien no quiere saber demasiado sobre cosas que no comprende, es entonces cuando la mente se comporta de manera más lúcida. Eso mismo me ocurre en estos momentos. Al analizar mis ideas, inmediatamente, como por simple eliminación, descarto una de ellas y tal era: que aquello no era humano. No, en definitiva no lo era. De acuerdo, ¡¿y entonces qué carajo es?! No hay forma de saberlo y me estoy quedando corto. Había visto una silueta negra, la cual incluso se recortaba contra la penumbra nocturna. La había visto al mirar hacia el borde izquierdo de la carretera, pero no pude verla mejor, pues voy conduciendo bastante rapido. Me molesta la posibilidad que se forma en mi atrofiado subconsciente, de que tal vez haya sido una alucinación provocada por el exceso de alcohol en mis venas. ¡Sí, señor, conduzco ebrio! ¡¿Y?! A pesar de manejar al volante de un ataúd rodante, no me siento fatigado, ni veo confundido ni nada parecido. Ni siquiera mis capacidades físicas condicionales me fallan, en especial una: la respuesta. Como para probarlo doy un brusco giro al volante hacia la izquierda y luego a la derecha. Nada. No, seguramente fue una ilusión óptica que mi buen amigo, el señor Jack Daniels, puso en mi consumado cerebro. Sí, eso pasó. Estiro el brazo para pulsar el botón de repetición de mi estéreo, pues amo Rammstein y me fascina escucharla cuando voy a toda velocidad en mi auto. Subo el volumen al máximo. Fijo mi vista hacia delante mientras veo con detenimiento como las rayas amarillas del camino surgen de la impenetrable oscuridad de la noche y pasan con rapidez por mi campo visual (gracias a los potentes faros delanteros de mi Camaro) para después perderse. Otra vez alargo el brazo y alcanzo la lata de mi whiskey favorito, casi vacía, y a la que doy un gran trago. De nuevo fijo mi vista al frente y ¡joder! Hay un chico vestido con un traje negro con corbata a juego parado en mitad de la vía. Gracias a mis reflejos piso atolondradamente el freno, pero es demasiado tarde. Iba yo tan rápido. Su pequeño cuerpo impacta con fuerza contra el frente de mi auto, rodando por encima del parabrisas y dejando rastros de sangre en el vidrio, (sangre de un rojo asombrosamente vivo) para finalmente desplomarse en el duro asfalto con gran estrepito. Por fin, mi auto se detiene por completo a unos cuantos metros de donde yace el infante. Asustadísimo, olvidando por un rato mi estado de ebriedad, bajo del vehículo. No tengo idea de cómo fue a parar ese niño aquí, pero eso es lo que menos me importa. Corro hacia él y le observo un momento antes de tratar de ayudarlo, cosa que a priori suena imposible dada la brutalidad del impacto y caída posterior. Es un pequeño de no menos de nueve años, de traje, como si tuviera que asistir de mala gana a una cena de gala de sus padres. Reposa tumbado boca abajo, de cara al pavimento. Un charco de líquido rubí ya fluye por encima del concreto sólido, extendiéndose lenta pero incesantemente. Poco a poco me acerco y dudando un tanto, me agacho junto a él y le doy la vuelta con mi brazo. Una punzada de inquietud parece zumbar en mi mente al hacerlo; quiza sea eso a lo que llamamos instinto de supervivencia. Lo que no puedo explicar es por qué, y justo ahora. En fin. Lo contemplo, algo intrigado. Sus piernas parecen astilladas por dentro, pues al darle la vuelta, oigo un ruido similar al leve crujir de una astilla de madera. Su brazo izquierdo aparece torcido en una posición extraña. Seguramente esta roto o dislocado. Su estómago se me presenta con una mancha de sangre enorme, aunque no tanto como la de la zona pélvica, área más afectada por el choque y de la que emana cada vez más abundante. No obstante, estos son detalles menores. Lo misterioso aquí es el rostro del chico. No, no está muy maltrecho, a diferencia del resto del cuerpo, pero sin duda algo extraño sucede con esa cara. ¿Por qué? Porque no puedo verla como tal. El niño porta una peculiar máscara blanca. Ésta le cubre gran parte de su frente y cara, a excepción del cabello rubio. Pero la máscara en sí es curiosa: en la zona donde deberían estar los ojos hay dos enormes círculos blancos con otros dos dentro de cada uno de los primeros, éstos pintados de negro. Por arriba de los círculos blancos veo dos finas franjas cafés simulando cejas. La zona de la nariz me parece normal pues es recta y se amolda perfectamente a su fisonomía. En los pómulos se pueden ver puntos marrones; pecas, muy falsas pero tratando de ser pecas. Y carece de cavidad oral alguna, a menos que se considere como tal un agujero sin forma, dentro del que no me es posible ver nada. Ahí es cuando la lógica me cuestiona nuevamente cómo diablos fue a parar este chiquillo aquí, siendo las dos de la madrugada, creo, y solo, algo raro para ser un chico de clase alta, a juzgar por su vestimenta. Más preguntas surgen en mi interior, pero ahora estas son del tipo: ¿se habrá hecho mucho daño? ¿Estará bien? Y cosas por el estilo. Sin embargo, al levantar la vista por encima del cuerpo para mirar en derredor en busca de ayuda (acción por demás estúpida, sabiendo que desde hace dos horas no veía ni rastro de civilización al conducir), de pronto, con el rabillo del ojo, noto que el chico ¡¿se mueve?! ¡Sí, se mueve! Débilmente, pero lo hace. Dirijo la mirada rápidamente hacia él. El pequeño gira su cabeza hacia mí. No se cómo lo hizo, pues la máscara que usa no le permite hacer uso adecuado de su vista. De todos modos lo hace. Siento que me mira. ¡Y no sé cómo! El niño levanta su brazo derecho señalándome un diminuto yoyo de plata, el cual se encontraba a unos tres metros de nosotros y que yo no había notado hasta entonces. Sin previo aviso abre la boca y de ésta expulsa una cantidad considerable de sangre mezclada con vomito de color negro. Mis reflejos me permiten apartarme del alcance de su reflujo gastro-intestinal pero aun así gotas de aquella mezcla asquerosa me salpican en los jeans azules que traía. Pero mi sorpresa inicial no fue nada comparado con oírlo hablarme:

  ―oye…tu…por…fav…por favor…trae…arggg―parece que vomitara de nuevo, no obstante se contiene y prosigue. Yo lo escucho antonito. ―…por favor, tráeme mi yoyo. Quiero mi yoyo. Tráemelo. ―Esta vez no era una petición, sino una orden. Pero paso por alto ese detalle. Su voz suena ahogada, debido a la máscara. Me provoca admiración y a la vez, la repudio. Su tono y el ritmo de locución no se asemejan ni remotamente con nada que haya escuchado antes. Era una especie de sonoro gruñido gutural, aunque un tanto dulce y armonioso. El haberle oído hablar erizo todos los vellos de mi piel; nunca un niño había hablado con una voz mas diferente a la que tiene un niño normal. Sin embargo, no vacilo y me levanto dispuesto a recoger su yoyo. No había dado ni tres pasos cuando le oigo de nuevo a mis espaldas:

   ―…¡por favor! ¡Ayúdame! ¡Me duele! ―dijo y se señaló la frente con su dedo índice. Daba lástima verlo ahí, impotente e indefenso, porque de verdad parecía estar sufriendo. Y mucho. Pero yo no sabía a qué se refería con el dolor de su frente. ¿Se había golpeado ahí y la ridícula mascara que traía no me permitió verlo en su momento? Si era así, entonces debía quitársela y luego pensar en cómo ayudarle.

   ―¡Auxilio! ¡Por favor, ten piedad, te lo suplico! ¡¡Ayúdame!! ―esta vez vociferaba y por ende, mis sentidos se agudizaron en torno. La misma punzada en la cabeza, ese instinto semi-asesino mío, me decía que me apartara, volviera a mi coche y me alejara a toda prisa olvidándome del muchacho malherido. Pero mi parte racional (y moral) me aconsejaban que le auxiliase, que hiciera todo lo que estuviera en mis manos para evitar su deceso inminente, ya que en primer lugar fui yo quien lo sometió a su actual agonía, aunque por accidente, claro. Tal argumento fue bastante demoledor en mi consciencia para inclinarme por la segunda opción. Entonces fui directo a donde yacía, y agachándome de nuevo, le hice alzar la cabeza y acto seguido, le quite la máscara. ¡Oh, gran error! ¡Fatal equivocación, que me costó muy cara! Debí de haber seguido mi instinto y seguir con mi camino dejando ese chico a merced de sus tormentos, pues sabía que estos iban a ser míos a partir de ahora, a consecuencia de mi conmiseración. ¿Por qué? Simple. El “niño” no tenía rostro alguno. Tan solo carne, lisa y planiforme. Y con una sensación de intenso horror, observo como paulatinamente a esa masa plana de carne le surgen unos ojos pardos y vivaces, una nariz aguileña y una boca de labios rectos. Observo como su cabello rubio se oscurece para dar paso a una mata de pelo castaño: el mío. Y, asimismo, noto como mis propios ojos parecen encogerse cada vez más para que no pueda ver nada más que la infinita negrura. Y mi nariz se encoje también hasta desvanecerse por completo. Por último, con una sensación de completo terror, puedo notar como mi boca se hace pequeña hasta que finalmente dejo de respirar. La criatura-niño se ha robado mi rostro, ha hurtado mi identidad, así como lo ha hecho con varias personas más. Su última víctima fue el pequeño Alan, un chico de nueve años cuyo cadaver fue encontrado tres días despues de desaparecer misteriosamente durante su fiesta de cumpleaños y que la policía forense halló en una autopista, descuartizado y sin rostro alguno...




 



Eduardo Bautista  
  Escritor
26 de Diciembre 1996
 
Facebook botón-like  
 
 
Hoy habia 2 visitantes (4 clics a subpáginas) ¡Aqui en esta página!
Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis