Eduardo Bautista
 
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Las criaturas pesadilla

Las criaturas pesadilla

 

    Una respiración agitada fue lo primero que Paul pudo escuchar al despertarse: era la suya propia. Había tenido una espantosa pesadilla en la que los cuerpos de sus niñas, Abby y Angie, se desmoronaban para dar paso a un informe montón de gusanos, los cuales empezaban a trepar por sus piernas sin duda con la intención de  devorarlo vivo mientras una sombra lo acechaba en la negrura. Sin embargo, despertó sobresaltado y miro aliviado a su esposa y a su hija, dormidas junto a él, antes de que pudiera ver el desenlace de su mal sueño, cosa que agradeció a su subconsciente. Pero un gruñido ahogado que provenía de su abdomen le indico que en realidad fue su estómago revuelto quien lo salvó de observar el fatídico final de su sueño. Comprendió que necesitaba llenar el tanque antes de intentar volver a dormir. Así que se puso de pie, abrió la puerta de la habitación, bajó lentamente los peldaños de la estrecha escalera, pues la oscuridad no le permitía hacerlo más deprisa, fue a la cocina, se sirvió un vaso con agua, y disfrutó la sensación del vital líquido deslizándose por su garganta seca. Se dirigió hacia su refrigerador y lo abrió. Dentro no había más que sobres de cátsup y jalapeño, un cartón abierto de leche, un trozo de queso de varios días atrás y un pedazo de pizza que le sobro de la tarde. Mientras lo mordisqueaba, apático, de pronto se dio cuenta, o mejor dicho, sintió como si estuviera siendo vigilado por alguna fuerza desconocida. No dijo nada. Se volvió rápidamente pero no le sorprendió verse solo en la oscura cocina. No obstante, eso no lo tranquilizó en lo más mínimo. Repentinamente alerta, escudriño con la mirada todos los rincones que le fue posible mirar. Parecía que nada estaba fuera de su sitio. Siguió observando todo cuanto podía ver y ya estaba a punto de olvidarlo y subirse a acostar, cuando lo vio. ¿Era lo que parecía ser? Tal vez. No lo pensó como tal, pero un instinto le dijo que esa visión de alguna manera tenía algo que ver con su pesadilla. ¿Era real? De aquello no podía estar seguro. Y sin embargo ahí estaba.
   Se trataba de la silueta de un gato, de enormes proporciones, el cual se paseaba ufano por el alfeizar de la ventana. La tenue luz del farol exterior que se filtraba a través de las cortinas le permitió distinguirlo en la impenetrable oscuridad de la noche. Sin saber porque no actuaba razonablemente, fue hacia la ventana, la abrió de par en par y entonces pudo verlo más de cerca. En verdad era un gato, de gran tamaño, blanco como la nieve, y de mirada sagaz como todos los de su especie. Adoptando una postura erguida, aquel ser súbitamente lo miro. Paul no pudo evitar un estremecimiento cuando lo hizo. Su mirada poseía cierto matiz de misterio y (extrañamente también) de complicidad, como si ambos estuvieran involucrados en un crimen y, al ser interrogados, se hubieran encubierto mutuamente. Aquellas impresiones se vieron confirmadas poco después, cuando el gato, sin previo aviso (aunque él tampoco esperaba menos) se coló en su hogar. Era bastante ágil, incluso para tratarse de un felino. Con movimientos hábiles, se encaramó al borde de la ventana, y penetró, sigiloso, en la cocina de Paul. Este, a pesar de haberlo previsto, de todos modos no estaba preparado para ello, de manera que pronto se vio envuelto en una búsqueda inútil para tratar de expulsar a semejante invitado sorpresa de su casa. Lo busco por todas partes, mas infructuosos fueron sus esfuerzos: el gato no aparecía.
   Preocupado, Paul considero prudente despertar a Abby, ya que cuando él se quedaba en blanco (tal y como estaba justo ahora), era a ella a quien se le ocurrían las mejores soluciones. Subió silenciosamente las escaleras, empujó la puerta entornada de su habitación y lo que vio a continuación lo dejo helado: Angie, su hija, estaba sentada en la cama acariciando al condenado gato, el cual se encontraba recostado en el regazo de ella, y lo miraba de nuevo con sus ojos ambarinos. Sin embargo, lo que lo impresionó sobremanera fue Angie. Su mirada denotaba ausentismo y a la vez compasión por el ser que acariciaba. Pero de repente una mueca horrible contorsionó su rostro. Intentaba componer una sonrisa, aunque esta hacia que sus facciones, normalmente delicadas e inocentes, se tornaran grotescas y amenazadoras. La misma sensación que momentos antes pudo percibir, la sensación de que era vigilado, lo invadió. Se quedó clavado donde estaba, hasta que se decidió a actuar y fue hacia la cama para intentar despertar a su esposa. Sin embargo, lo que sucedió a continuación hizo que Paul profiriera el primer grito de la noche.
    Anonadado, observo como Abby, que hasta ese momento reposaba tendida a la derecha, giraba bruscamente la cabeza, se partía el cuello y lo miraba con la misma expresión grotesca que Angie, y observo como también alargaba un brazo para acariciar al gato. Era una escena surrealista, sacada de la mente descabellada de algún psicópata, pensó Paul. Entonces el sentido común volvió a él y por fin echó a correr. Tan solo el felino se movió para perseguirlo; al cabo de unos instantes le cerró el paso tan fácilmente como si estuviera cazando a una hormiga, ya que él intentaba escapar por la puerta de entrada, después de bajar atolondradamente las escaleras. Lo miro de nuevo y esta vez, Paul pudo ver fuego en sus ojos; una llama ardiendo dentro de las cuencas vacías del gato, que entonces empezó a mutar, cambiando de forma para convertirse en un gigantesco lobo negro, provisto de letales colmillos. Profirió otro grito de asombro y terror. El lobo no dio señales de querer abalanzarse sobre él; le parecía que su tarea fundamental consistía en aterrorizarlo hasta la muerte. Se quedó ahí, echado, sin moverse, acechándolo. De pronto, oyó ruidos en la planta alta. Se volvió y observo que Abby y Angie estaban al pie de la escalera, tomadas de la mano. No obstante, esa era la única acción humana que hacían. Sus rostros habían desaparecido y sin embargo, una risa cruel, fría, desquiciada y carente de alegría que provenía de ellas le resonaba en sus oídos. Sus cuerpos súbitamente se vieron envueltos en llamas y, tras consumirse por completo, sus esqueletos aún se convulsionaban en una risa macabra. Percibió con el rabillo del ojo un movimiento detras de él y se dio la vuelta. Al hacerlo notó que su hogar se había transformado en un extraño limbo, en el cual Paul podía ver frágiles destellos de luz que se convertían inmediatamente en un remolino de almas desesperadas, suplicando para no ser devoradas por aquel vórtice de aniquilación. No entendía nada y aunque albergaba en el fondo la infantil esperanza de que al final todo fuera solo una terrorífica alucinación, sabía que no era así, y también supo que accidentalmente había caído en el portal hacia la dimensión de las criaturas pesadilla, al abrirle las puertas de su hogar al gato y que éstas lo atormentarían ahí, en la dimensión de la ilusión, convirtiendo incluso sus temores no conocidos en realidad, hasta que no fuera capaz de distinguir la frontera entre ambos mundos y se volviera loco…
   Paul se dio la vuelta y lo que vio simplemente lo dejo paralizado por el miedo: la cosa estaba ahí, sin más disfraces, presente ante él. No asemejaba a nada, ficticio o real, que Paul hubiera visto en este mundo. Era una criatura amorfa, cuya finalidad consistía en tomar la forma de los peores temores de toda aquella persona viva. Por sí mismo, dedujo que aquella criatura también poseía la capacidad de multiplicarse cuantas veces quisiera para así ser capaz de hacerlo tan pronto como los humanos cayesen en la somnolencia. Paul pudo ver que aquel ente se “expandía” hasta abarcar con su esencia todo en su campo visual hasta desvanecerlo a negro, una penumbra más densa y absoluta que la oscuridad misma. Envuelto en las tinieblas, solo y abandonado,  escuchó una voz que le decía: “Así ha sido, y así será, hasta el fin de los tiempos, será para siempreeee…” Y la voz daba paso a un grito y el grito a un alarido infernal, que destrozaba los tímpanos y desgarraba su alma, arrancándola de sí con un paroxismo infinito de dolor, en lo más profundo de su ser. Paul grito como nunca había gritado en su vida, sintiéndose caer por un pozo sin fin…
   Paul no cabía en sí de gozo al sentirse despierto, empapado en sudor, jadeando, temblando, sí, pero despierto. Quizá la sensación de caída fue lo que lo hizo despertar esta vez, no lo sabía ni le importaba. Mas sin embargo su alivio fue pasajero ya que, a lo lejos escuchó un lastimero maullido en las inmendaciones de su casa, al tiempo que su esposa, acostada junto a él, se quebraba la cadera al darse vuelta y lo miraba; una mirada perdida y una flácida sonrisa…”Será para siempre”, decía…



Eduardo Bautista  
  Escritor
26 de Diciembre 1996
 
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