Eduardo Bautista
 
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Sanatorio

Sanatorio

   Creo que las voces ya se han ido. ¡Si!, han callado por fin, dándome un momento de tranquilidad. Quizás si dejo mi mente en blanco, si no pienso en nada más, las voces no volverán nunca. Así lo hago entonces. ¡Ah! ¡Qué grata sensación aquella en la cual se está relajado, sin presiones! He vaciado mi mente por primera vez y las voces se han ido después de años de tanto soportarlas. Ya no me es posible oírlas. Tan solo escucho la voz de mis propios pensamientos. ¿Hay algo más satisfactorio que eso? Respiro profundamente. Un momento. Escucho algo más. ¿Es un alarido? Sí, es un alarido espantoso, agonizante. Se escucha ahogado, como si quien lo profirió estuviera encerrado en un cuarto muy lejano, solo y abandonado a su suerte. Es incomprensible para mí. Ha cesado. Sin embargo, apenas el eco se desvanece en la oscuridad, enseguida puedo oír otro alarido, más espeluznante que el anterior. Me aterroriza en grado sumo, pero a la vez despierta en mi algo parecido a la intriga. ¿En qué clase de lugar me encuentro, en el que nadie socorre a esos pobres seres que aúllan con todo el sentimiento de dolor impregnado en cada uno de sus gritos? No puedo dejar de sentir cierto presentimiento desde que las voces se fueran, como si supiera mi situación y donde me hallo, no obstante, no puedo recordarlo. Me siento nervioso y no sé por qué. Súbito silencio. Ni siquiera el eco del segundo alarido es audible, como si el sujeto que grito hubiese sido silenciado brutalmente; solo hay silencio.

   …es preciso seguir aparentando. Lo sabré en su momento, cuando finalmente sea libre. Por ahora, nada más que oscuridad, vacío, más que vacío infinito, es locura… ¡Por fin! Puedo ver. Tal vez siempre he podido hacerlo, pero ahora me parece que estoy despertando de un largo y profundo letargo. ¿O tal vez toda mi vida siempre he estado ciego? Abro los ojos. Lo primero que veo son rejas; negras, metálicas, oxidadas, en contraluz con una gran iluminación que procede del exterior. Apenas intento comprender. Sonidos, hay sonidos por doquier: un gran bostezo, el correteo de algún roedor por ahí, hojas barridas por el viento, el rugido del vendaval mismo, unos pasos sobre alguna superficie pavimentada, en fin. A duras penas trato de comprender…

   ¿En dónde estoy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Es necesaria tanta luz? Y sobre todo ¿Cómo demonios llegue aquí? Las preguntas repentinamente surgen sin que yo pueda evitarlo. De nuevo abro los ojos. ¡Oh Dios mío! El panorama que veo es desolador. Me encuentro en una especie de miserable recamara; no muy lejos de mi observo a mi hermana, pequeña, frágil, inocente,… ¡¿En llamas?! Abro la boca y grito. Grito con todas mis fuerzas. Grito de impotencia, más que de otra cosa, debido a que nada puedo hacer para evitar algo que quizás no ocurre en realidad, ya que mi cuerpo veo sujeto por una camisa de fuerza…

 


   Hay, hacia cualquier dirección en que miro, nada más que cruces. Si, cruces negras que no sé porque están ahí, pintadas toscamente en las blancas paredes, tan solo… están ahí. Analizo un poco mi situación actual. ¿Acaso fui yo quien las pinto? Y si no fue así, entonces ¿Quién lo hizo? Si todo esto no resultara tan confuso, quizás podría razonar mejor. Me siento débil, muy débil. De repente reparo en mi abrasadora sed. Necesito beber algo. ¡Quiero beber algo! De mis resecos labios solo sale la palabra agua, repetida en varias ocasiones…pero nadie me hace caso, nadie me atiende, a nadie le importo.

   Sin embargo, veo que de algún oscuro recoveco, aparece una bandeja metálica con un plato de sopa fría y condensada de una lata, quizás, y un vaso de alguna sustancia liquida efervescente desconocida para mí…pero eso apenas me importa; como y bebo con avidez. La sopa estaba asquerosa, y el líquido seguramente tenía un sedante diluido, de ahí su efervescencia. En fin, no hay de qué preocuparse; mi necesidad ha sido satisfecha. Ahora solo quiero dormir…

   Sueños agitados en los que veo gente muerta, gente moribunda, gente suplicando morir...

   Despierto bruscamente. No sé por qué motivo lo he hecho, aunque en el fondo agradezco que haya sido así, puesto que mis sueños, más bien mis pesadillas, eran del todo repugnantes para que pueda describirlas. Enseguida noto el olor a azufre; sin duda alguien ha quemado algo. No alcanzo a entender que hago en este escalofriante lugar y más que eso: quiero entender y a la vez no entiendo por qué están pintadas esas cruces negras en los muros. Me atormenta de una manera extraña el simple hecho de mirarlas…

   La noche sigue su curso; inalterable e insensible a los sufrimientos de los desgraciados. Aquí estoy, en el Sanatorio Psiquiátrico Santa Anita, padeciendo algún trastorno cuyo origen desconocen hasta los médicos más veteranos. Me han recluido por una causa que aún no vislumbro nítidamente en mis memorias, sin embargo, se por instinto que es una causa que trasciende los límites de lo  humano, lo creíble, lo normal, lo verosímil. Se todo esto porque hace unos minutos, precisamente, pude conversar con calma conmigo mismo.

   Ha amanecido. Pero me parece que en realidad es el día el que anochece. Inútiles son mis esfuerzos para librarme de esta maldita camisa de fuerza. Si pudiera hacerlo, ya me habría fugado de este basurero de mentes retorcidas. Se preguntaran si acaso no soy yo también una de ellas. La respuesta es: No, a pesar de que alguna vez quede también atrapado dentro de mi propia cabeza. Si todo aquel al que la sociedad estigmatiza como un desequilibrado mental lo fuera en realidad, créanme, ni los sanatorios enteros del sistema solar bastarían para encerrar y pudrir a quienes cargan con ese agonizante peso encima. Por ende, sé que no estoy loco: conservo en buen estado mis facultades intelectuales. ¿Acaso no lo prueba el que yo este escribiendo esto ahora mismo?

   La fría lluvia del exterior arrecia con la furia de una tormenta tropical, pero eso apenas lo noto. Sentado en el piso, me pongo a indagar en lo más recóndito de mis recuerdos para saber la causa por la cual estoy en un manicomio. Recuerdo muchas cosas: recuerdo el dulce sabor de una limonada, el suave crujir del pan recién horneado, la fría brisa nocturna, la maleabilidad de la tierra húmeda, el batir de las olas del mar, el rugir incesante del viento enardecido, el crepitar del fuego, la imagen de un hombre iracundo con un cuchillo en mano derecha y con un manojo de entrañas humanas en la izquierda, mientras que a sus pies yace un muchacho inocente y descuartizado…

   ¿Quién dice que estoy loco, trastornado o desequilibrado? Los locos no saben nada de cosa alguna, ni se molestan en saber; tienen su mente alterada por un shock psicológico causado en su mayoría por un terror inconcebible. Sin embargo, la degeneración que padezco para nada se asemeja a los defectos de un loco. Aun puedo razonar, oír, hablar, ver, oler, sentir, matar…como todo ser humano.

   A mis espaldas se encuentra una gran rueda de engranaje, de un metal que seguramente es cobre. Es extraño para mí, puesto que me parece que llevo recluido aquí una eternidad, y es la primera vez que reparo en su presencia. Me pregunto cuanto tiempo hace que ese objeto esta en mi recamara, pues no recuerdo que estuviese ahí el día en que tuve esa horripilante visión de mi hermana en llamas. Tal vez, si me acerco lo suficiente a ella podría observarla un poco mejor…

   ¡Maldita sea! De nuevo percibo en el ambiente ese aroma a quemado, como si alguien hubiera encendido una gran fogata allá afuera, ya que el desagradable olor proviene del exterior. En lo más hondo de mi ser, quiero saber por qué me han encerrado aquí, pero mi instinto me lo impide, susurrándome cosas, asegurándome que estoy ya muy insano para saberlo.

   ¡No puede ser! Otra vez escucho los aterradores gritos de agonía de aquellos pobres seres anónimos. Se podrían oír fácilmente a ocho kilómetros de distancia. Aúllan de manera espantosa, como si sufrieran los más dolorosos tormentos. Y una vez más, me cuestiono el que nadie parezca socorrerles, dejándoles a merced de sus angustiosas torturas. Me provoca un pánico indecible, a tal punto que siento mi cuerpo temblar con un gran estremecimiento de pavor. Y aun así, no comprendo por qué.

   ¡No! ¡¿Quiénes son ustedes?! ¡¿Qué hacen en mi recamara?! ¡¿Qué quieren de mí?!...Siento que varios pares de manos me sujetan e intentan arrastrarme hacia el vacío infinito, la locura que tanto temo. Me defiendo con denuedo, opongo toda la resistencia que puedo…pero enseguida alguien azota un látigo contra mi espalda como represalia. El estallido de dolor ¡Ah, es tan real! Dolor, rabia, impotencia,  agonía…me arrastran por el suelo… hacia la nada.

   Lo que me hicieron entonces es tan vivido…ha quedado eternamente grabado con fuego en mi subconsciente; seguro mañana tendré pesadillas, más tarde, tal vez…si es que sigo vivo.

   Me conducen hacia un muy sucio baño industrial. No me es posible ver nada, no obstante, sé que es un baño porque huelo el sutil aroma a desecho humano y a putrefacción. Me pregunto hace cuanto que la gente no lo usa, si es que alguna vez lo han hecho, pues el hedor es hasta tal punto desagradable que doy arcadas y me siento a punto de vomitar. Eso poco les importa a mis verdugos. Me arrojan bruscamente al piso hediondo; acto seguido, me quitan la camisa de fuerza (nuevamente  me resisto y siento de nuevo un latigazo de dolor) y me obligan a levantar la cabeza por medio de un fuerte tirón a mi cuero cabelludo, puedo sentir entonces que una gruesa argolla de frio hierro sujeta ahora mi cuello, como si tuviera puesta la correa de un perro. Posteriormente, se retiran en completo silencio, dejándome abandonado, solo, a merced de las enormes fauces de la oscuridad.

   Al instante comprendo que mis aullidos no servirán de nada; en aquel lugar, el sufrimiento es tan común que nadie se inmuta por ello; en vez de eso, intentan conservar la cordura cada segundo que pasa…pero la terminan perdiendo al final de cuentas. No sé cuánto tiempo estuve ahí, entregándome al llanto amargo, suplicándole a Dios, al Destino, al Karma, al médico o a quien sea el encargado de mitigar el dolor humano, que me librase del tormento que sin duda iba a experimentar tarde o temprano en aquella casa de locos. Por el momento me limito únicamente a sufrir y a existir…

   El clima me es indiferente, así como él lo es de mi agonía. Hace un día nublado, con miras a llover muy pronto. En algún instante, decido que es mejor para mí analizar. Observo lo que hay a mi alrededor, gracias a la tenue luz que se filtra del exterior. Se trata de una habitación, de unos cincuenta metros cuadrados, al parecer utilizada como vertedero de cadáveres. Cuerpos humanos que yacen aquí y allá, entre charcos de sangre reseca, en los que se pueden apreciar las más monstruosas desfiguraciones que una mente humana sea capaz de concebir. A manera de ejemplo, veo con un sentimiento de entre lastima y repulsión, a una mujer, aparentemente violada pues son visibles hematomas en todo su cuerpo desnudo y el área pélvica esta ensangrentada en demasía, pero su cabeza esta exactamente partida por la mitad. Anonadado, observo con la misma sensación el cadáver de un infante de poco más de dos años, en cuyo tronco se nota una cruz negra y quemada, que ha sido clavada en él; sus extremidades, arrancadas del cuerpo, se encuentran en un cesto, lejos de mi alcance. El horror hace su aparición, como un ácido corrosivo que brota de mi alma y se expande en los confines de mi existencia. Intento explicarme las atroces visiones de que he sido testigo, cuando súbitamente seis encapuchados aparecen en la Cámara de Tortura; con un gran espasmo involuntario de terror infernal deduzco que mi sesión ha empezado, pues cuatro de ellos arrastran consigo la gran rueda de engranaje.

   Atado al pesado instrumento de metal, como estoy ahora, a pesar de no recordar cuando fui atado a él, veo a la procesión de monjes, frailes, sanadores o lo que el diablo quiera que sean…enfrente de mí, recitando alguna especie de oración que me eriza el pelo de tan solo escucharla. No entiendo ni una palabra, pero reconozco el latín culto en el acto. Es estremecedor; pareciera que quisieran invocar al mismo Satán. No obstante, no pretendo menguar la actitud defensiva que he decidido adoptar en caso de que aquellos desgraciados deseen sonsacarme alguna información a cambio de mi vida, pues esta la desprecio ya a tal grado que lo único que quisiera saber es: ¿cuánto dolor están dispuestos a infringirme mis torturadores?

   ¡¿Hereje?! ¡No, no puede ser, están equivocados! ¡¿Cómo diablos puedo ser un hereje si ni siquiera practico religión alguna?! ¡Están sumamente equivocados! ¡Libérenme, ahora mismo, malditos católicos desgraciados! ¡Esto es una injusticia! ¡Libérenme! Unas fustas callan mis berridos furiosos con tal brutalidad que, además del dolor inhumano que siento, decido guardar silencio, esperando…

   Mi suerte está echada. El tribunal de la "Santa Inquisición" ha dictado sentencia. Debo ser freído vivo.

   Mi espíritu se ha dado ya por vencido. No podría hacer frente a esta injusticia, ni aunque pudiera estar en igualdad de condiciones con esos bastardos cobardes. Siento que mi alma implora el que todo finalice de una vez, ser arrancado de la vida, morir. Y morir de la manera más rápida posible, sin más sufrimientos ni tormentos. Por desgracia, el alma de la humanidad esta hasta tal punto corrompida por el “pecado”, como lo llaman esos infelices; está destruida por dentro, contagiada por el demonio de la perversidad. Si, ese inmundo impulso en el que actuamos precisamente por la razón de que no deberíamos actuar. De ahí surge la eterna tendencia humana de autodestrucción, actos crueles y sádicos cometidos contra hombres por el mismo hombre. De ahí tiene causa la inútil resistencia que se le presenta. Cuando se escucha esa vocecilla interna, no hay más que hacer. Te sometes a su yugo o te retuerce la locura. Por eso estoy aquí; porque trate de resistirme a sus infundadas pretensiones. Me creían un loco por cometer locuras y asesinatos sin motivo, pero cuando les trataba de explicar la situación no hacían más sino golpearme y encerrarme, tal como han hecho ahora. Costó tiempo y esfuerzo poder oponerme a él, pero este es un impulso bastante fuerte, mucho más que la libido o la irascibilidad, me atrevería a decir. Y sin embargo, después de que las voces callaran, no me sentí liberado ni mucho menos. No. Solo me sentí vacío.

   Siento el olor a aceite antes de notarlo correr desenfrenado por todo mi cuerpo desnudo. Estoy bañado en aceite. Mis torturadores proceden entonces a posicionar la gran rueda de metal en posición horizontal. La misma rueda es puesta para sostenerse sobre dos pesados bloques de concreto, en forma de media luna, colocados enfrentándose entre sí, de modo que juntos forman una base circular para la rueda con un hueco en el centro. Uno de esos bloques presenta una abertura rectangular en uno de sus puntos. Ignoro como fueron a parar aquí. El centro de la base, hueco como he dicho, es llenado con leños secos y madera que se introducen por la abertura debajo de la base que ya he mencionado. La rueda misma también es bañada con aceite. Siento que la hora de arder se acerca…

   ¿Alguna vez han experimentado una sensación en la cual desean no saber nada más de la vida, anhelan con el alma que todo acabe de una buena vez y sin embargo, el tiempo pasa de una manera tan angustiosamente lenta, que sienten que el correr del mismo es una verdadera tortura? Bien, eso es lo que yo experimentaba en esos momentos. Mis torturadores han demorado bastante para llevar a cabo la atroz sentencia a la que he sido condenado, sin duda para hacerme sufrir más aun con mi propia desesperación,  deleitándose con mi tortura, jugando con mi miedo. ¿Hay mayor atrocidad humana que esa, en que algunos “hombres” te aplastan física, moral y psicológicamente?

   La antorcha se acerca. Es traída por un ser encapuchado, que no puede ser otro que el mismo mensajero de la muerte. Me quedo mudo; no quiero darles a ellos la satisfacción de ver y oír mis futuros gritos que seguramente colmaran la noche fría y lluviosa; no obstante, no puedo quedarme callado. El fuego arde ya. Yo ardo por dentro. El primero de mis ensordecedores aullidos estalla con la fuerza de una bomba. Cada uno de los poros de mi piel se cuece al rojo vivo. Con una agonía tal que me es imposible describir, siento como mi dermis se achicharra lentamente. La devastación del dolor está más allá de la suposición de los mortales. Es un suplicio indescriptible. Exhalo mis últimos alientos, contraigo el abdomen solo para lanzar más alaridos al aire, que ha adquirido un olor sulfuroso. Miro a mis torturadores y para mi gran asombro e impotencia los veo riéndose a carcajadas. ¡¿Se regodean de mi intenso sufrimiento?! ¡No puede ser posible! Me da la impresión de que estoy en el mismo infierno pues los verdugos que se burlan de mí me han revelado ser auténticos demonios: disfrutan haciendo sentir dolor a los inocentes. Sentí un coraje irracional hacia ellos. Con un esfuerzo inhumano, seguramente mi último acto, les grite: “¡Miserables!”. Finalmente la muerte me acogió con sus fríos brazos, estrechándome, reclamándome por fin suyo. Y yo la recibí con una gran satisfacción. Me hundí en la noche eterna, para no regresar…


Eduardo Bautista  
  Escritor
26 de Diciembre 1996
 
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