Eduardo Bautista
 
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Un viaje en metro...

Un viaje en metro...

    —Uno, por favor —le dijo el hombre alto de traje negro con voz monocorde a la mujer menuda encargada de atender la taquilla. Ella no dijo nada; como él, tenía la monotonía y el cansancio grabados en su rostro.

    Cuando le entregó el boleto, el hombre se encaminó hacia los torniquetes, arrastrando los pies. Introdujo el pequeño pedazo de papel en la ranura correspondiente. Tuvo tiempo de ver como la maquina se lo tragaba rápidamente antes de deslizar su cuerpo y su portafolios con cierta agilidad a través del torniquete para poder dirigirse hacia los andenes.

    Mientras caminaba con la vista al frente, sin mirar a nada en particular, pensaba…

    (—La misma rutina de todos los días, ¿no es verdad? —insinuó una vocecilla  irónica en su cerebro)

    y, lanzando un monumental bostezo al aire, de paso le dio la razón a su consciencia, porque sabía que lo que cuestionaba era cierto.

    Recordaba vagamente el estribillo de una canción… ¿o era una parte de algún poema? Éste decía: “Hay que cavar pozos profundos si se quiere conseguir agua clara”. O petróleo, si se tenía que actualizar, pues la canción o el poema, lo que sea que fuera, hacía referencia a la sociedad del siglo XIX. El problema era que tal frase ya no lo motivaba como antes a dar lo mejor de sí mismo, como lo hacía veinte años antes. Se sentía vacío, opaco, viejo…

    (—Ya estás viejo…—inquirió la voz, sin escrúpulos ni vacilaciones —Si; mira, este eres tú: un hombre alto y robusto, pero abatido y con serios problemas estomacales, de cuarenta y dos años que dedicó lo que lleva de vida a perseguir un sueño que, desde que se lo propuso, sabía que nunca alcanzaría; el sueño de poder ser un músico reconocido a nivel internacional…)

    —¡Maldita sea, no otra vez! —exclamó, al ver que el dobladillo de su pantalón se había mojado una vez más debido a la lluvia.

    (…y que ahora se ve obligado a trabajar en una firma de inversiones de talla mediana, ganando un modesto sueldo para poder subsistir en el arduo mundo capitalista. Menos mal que no tienes esposa e hijos, porque si no… ¡Ufff, estarías hundido hasta el copete, mi amigo!...)

    —La señora de la lavandería pensará que lo hago a propósito… —dijo en voz baja, evaluando el daño e imaginando su reacción cuando él le llevara ese pantalón (su favorito) a lavar y a planchar de nuevo.

    (… ¡Ah!, y que además, al no saber realizar un simple quehacer domestico tiene que llevar a lavar su ropa con una doña que no es muy agradable que digamos, ¿verdad? Mi estimado, te pregunto: ¿no estas, ni siquiera un poco harto de tu vida?)

    ¡Sí! ¡Vaya si estaba harto! Por el trabajo, por su soledad, por su situación económica, por su sueño frustrado… En fin, por todo.

    Y sin embargo, ahí estaba, de pie bajo el letrero que indicaba “DIRECCION BARRANCA DEL MUERTO” de la estación Polanco de la línea 7 del metro de la ciudad, dirigiéndose por fin a su hogar, tras una ardua jornada laboral, que de solo recordarla hizo que la sangre se le subiera a la cabeza.

    (—¿Quieres rememorarla, mi amigo? —le pregunto la voz, aunque él ya sabía que, incluso si se negaba, la voz obligaría a su memoria a recordar de todos modos. Y esta ocasión no fue la excepción…)

    5:45 de la mañana. Le pareció que no habían pasado ni cinco minutos desde que se fue a dormir hasta que su despiadado despertador, con su molesto timbre a todo volumen, le privo de un buen sueño que sin duda él necesitaba. Por esto, no conforme con el café matutino, cargado a más no poder con su dosis diaria de cafeína (que él estimaba en unas cinco tazas), se tomó un estimulante, que de poco le sirvió. Arreglándose para ir al trabajo, irónicamente notó, al mirarse al espejo, que la pulcritud y limpieza de su aspecto personal contrastaba con el estado de su espíritu: un tanto sucio, extenuado y abatido.

    6:34 a.m. Hacía mucho frío al caminar en el exterior, al salir de su casa. Un día como cualquier otro en la colonia “Las Américas”.

    6:36 a.m. Al tomar el metro, durante el trayecto de ida, se figuró que había más gente de lo normal y muy apretujado entre la muchedumbre (como siempre que uno usa el transporte público), se dispuso a contar los haces de luz blanca y azul que se podían ver en la oscuridad, mientras la larga serpiente naranja surcaba a toda velocidad los túneles subterráneos del sistema.

    7:01 a.m. Sesenta segundos de retraso y el jefe ya empieza a cuestionar, con aire airado, un retraso de un margen miserable de tiempo. ¡Ufff!, en fin…

    13:45 p.m. Llamado a junta de un importante empresario, quien estaba a punto de firmar un contrato de inversión con la compañía. Sin embargo, pasaron varias horas y no se llegaba a un acuerdo formal. Finalmente se decidió posponer la firma del contrato para mañana, a lo cual, él y otros empleados reclamaron al jefe. Nada consiguieron con esto y, furiosos, se dispusieron a regresar a sus hogares.

    22:35 p.m. Salida retardada del trabajo. La hora de salida habitual es a las 7 de la noche. Nótese la diferencia de tiempo. Al día siguiente (pensaba él, enfadado) encararía a su jefe pues: ¿cómo se atrevía éste a echarle en cara un minuto de retraso cuando él los había hecho esperar a él y a los otros más de tres horas?

    23: 15 p.m. Debido a que a esa hora ya no pasaban muchos microbuses por la zona donde trabajaba, tomó un taxi y el cobrador, al momento de pagar, quiso jugar al vivo con el taxímetro. Sintiéndose estafado, bajó las escaleras del metro. Y ahora, esperaba al tren, que ya se había tardado bastante. Miró la hora en su reloj de pulsera. Eran las 11:45 de la noche. Empezaba a impacientarse.

    El débil sonido de la electricidad al fluir por los cables de corriente. Ningún otro ruido, ni siquiera alguna música de fondo. Y por fin lo oyó: el estruendo característico del metro (en la línea 7, curiosamente, al acercarse el tren se escucha como si fuese el rugir ahogado y distorsionado de algún monstruo; él suponía que ello se debía a la gran profundidad de los túneles); al principio apenas audible y después aumento su intensidad gradualmente a medida que se acercaba a la estación.

    Vio las luces de la parte delantera. Y un segundo antes de que el tren hiciera su arribo, se percató de que, durante toda su espera, él había sido la única cosa viviente en el andén en ambos sentidos, aunque, en su ensimismamiento apenas lo había notado. Sintió un retorcijón en el estómago, producto de la inquietud. Luego, una potente ráfaga de viento le hizo saber que el tren ya estaba aquí.

     (— ¡Ya era hora! —le dijo su voz al metro cuando éste se detuvo y abrió sus puertas)

    Abordó en el primer vagón, como acostumbraba. A pesar de lo tarde que era, pudo observar que aún había gente viajando.

    (— ¿Y qué esperabas? ¿Qué todos salieran del trabajo a la misma hora que tú? Amigo, siento informártelo, pero, aunque no lo creas, en este mundo existen personas más miserables que tú…)

    El tono que anunciaba el cierre de puertas sonó; sin embargo se escuchaba un tanto apagado, como si estuviera descompuesto. Él no le dio mayor importancia. Eligio un asiento cercano a la puerta y contiguo a la cabina de control. Se sentó y acomodó su portafolios en su regazo. Las puertas se cerraron abruptamente. Y, con una leve sacudida, el tren reanudo la marcha.

    Éste, rápidamente comenzó a ganar velocidad. Menos de veinte pasajeros se hallaban en el vagón. Charlaban, mascaban chicle o simplemente miraban o se hacían los dormidos; todos sumidos en lo que parecía una calma relativa. Él, un poco más tranquilo, volvió a pensar en sus asuntos. Esperaba con ansias que la inversión se hiciera efectiva, ya que, de ser así, él y los otros empleados recibirían un aumento de sueldo. Tendría que esperar hasta mañana para saberlo... 
   
    Estaba con esos pensamientos cuando súbitamente el tren frenó sobre la marcha, con tal fuerza que algunos pasajeros fueron a dar al suelo. En su caso, no corrió la misma suerte; en vez de eso, su cuerpo impacto contra el muro, gracias a la inercia. Su portafolios cayó.

    El tren se había detenido por completo, pero nadie comprendía por qué; quienes habían caído se levantaban confusos, enfadados y él, llevándose una mano a su cabeza y con su campo de visión lleno de puntos morados y lucecillas, maldijo lo que fuera, sin lugar a dudas, uno de sus peores días.

    —¡¡Maldición!! —gritó, con la furia impregnada en su voz, levantando su portafolios.

    Otras personas, de igual manera exclamaban cosas parecidas. Miro por la ventanilla de la cabina de mando para intentar averiguar algo; no obstante, no pudo ver nada pues en ese instante, las luces que alumbraban los vagones repentinamente se apagaron. Una incertidumbre reemplazo a la ira que momentos atrás sentía.

    Oscuridad profunda e impenetrable y confusión general; eran las dos unicas cosas que se podían encontrar en el metro en esos momentos.

    No supo que debía hacer a continuación; daba la impresión de que el tren se había averiado y él no tenía idea de las medidas que se debían de tomar en tales casos. Mil y un pensamientos cruzaron por su mente, ideas absurdas para salir o pedir ayuda, pero ninguna le parecía lo suficientemente convincente para llevar a cabo.

    Y después de lo que le pareció una eternidad, escuchó un alarido, agudo (tal vez de mujer) y espeluznante. Sobra decir que muy pronto la confusión dio lugar a un pánico colectivo.

    (—¡Mierda! ¿Qué fue eso? –pregunto su voz)

    Él no le hizo caso. De inmediato sintió como la adrenalina, precedente al miedo, empezaba circular por sus venas, acompañada de esa vieja sensación de impotencia ante lo desconocido.

    Quienquiera que haya gritado, tan pronto como lo hizo, tan pronto alguien (o algo) lo silenció. Las personas, hombres y mujeres por igual, gritaban y decían cuanto les daba por decir, presas fáciles del pánico.

    El terror amenazaba con apoderarse de su ser; estaba en alerta constante, aferrando con inusitada fuerza su portafolios. Atento, agudizando al máximo sus otros sentidos, (ya que la vista le era inútil) pudo percibir un susurro. Un tenue, pero inquietante susurro. Y una ola repentina de voces curiosas de las personas preguntando “¿Qué es eso?”, procedente del lugar donde fue audible el grito le indico que no había sido el único en percibirlo. Su instinto (no esa fastidiosa voz sarcástica que, al parecer, había huido), le decía que algo siniestro pasaba en el tren. Y que estaba relacionado con esa cosa. Algo sádico…

    Entonces se escuchó otro alarido, más fuerte y aterrador que el anterior.

    — ¡¿Qué demonios es eso?! —grito un hombre de voz grave, muy cerca de donde se hallaba él.

    Nadie lo sabía. En tanto, más gritos, con distintas intensidades y tonalidades de voz, se escuchaban en el vagón. Niños, jóvenes y adultos de ambos sexos aullaban con tal agonía que daba la impresión de que habían sido víctimas de un intenso y devastador dolor, deteriorando la cordura de los pocos que aun podían conservarla. El susurro parecía ir recorriendo el vagón y, a medida que avanzaba, las voces que aun murmuraban atemorizadas eran cada vez menos. El oír el susurro era el devenir de la muerte.

    Las personas, en su desesperación, corrieron a las puertas y ventanas e intentaron escapar rompiendo los cristales. Todos sus intentos resultaron infructuosos, pues antes de que pudieran salir, el susurro los alcanzaba.

    Otro grito desgarrador al aire. Se le heló la sangre al escuchar ese nuevo grito que profirió una voz muy grave: la del hombre que instantes atrás había gritado: "¡¿Qué demonios es eso?!" Escuchó, anonadado, los pocos murmullos aterrados de la gente, suplicando no morir, al no poder escapar.

    Y de pronto, se supo solo. El último grito fue obra de una niñita de unos escasos diez años, rogándole a su madre, desesperada, que quería ir a casa. El susurro ahora se había ido. Silencio y muerte. Estaba solo…

    Con las manos temblándole, recordó
   (¿y de que serviría ahora?)
   que llevaba consigo su celular. Torpemente lo sacó del bolsillo y lo reviso. Le quedaba muy poca batería. Con todo, buscó el botón que encendía la linterna del celular, lo pulsó, se puso de pie y miró a su alrededor.

    El panorama que se le revelo lo dejo mudo de terror. Todas las personas del vagón yacían muertos en sus lugares; sin embargo, sus expresiones de horror contrastaban con las enormes sonrisas de oreja a oreja (literalmente) que, seguramente, esa cosa, les había dibujado en sus rostros con su propia sangre. Y entonces él separo sus mandíbulas y, antes de que pudiera proferir algún sonido, percibió el susurro nuevamente, esta vez a sus espaldas… 




Eduardo Bautista  
  Escritor
26 de Diciembre 1996
 
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